sábado, 8 de octubre de 2011

Jaime Fernández Molano / Cuatro relatos mínimos

Mecedora - (Foto en infinitomisterioso.blogspot.com)

El hombre que se mece
Jaime Fernández Molano

     La siguiente historia, que sucedió en un barrio de Villavicencio hace muchos años, me la refirió un vecino del protagonista. Y dice así:
Lo vio en un cafetín y no lo podía creer. Era Mariño, el tipo que había desaparecido de la faz de la tierra luego de que le violara a su pequeña hija hacía ocho años, tres meses y trece días.
Desde este momento él se convertiría en su sombra clandestina. Dónde vive, con quién habla, qué hace, fueron preguntas que comenzó a resolver con el paso de los días, mientras tejía su plan.
El sábado en la noche tomó su cicla. Llegó hasta la tienda donde Mariño bebía y conversaba plácidamente. Se bajó y esperó a que apurara el último trago de cerveza. Entonces se acercó y le descargó su arma entera.
Volteó la espalda y salió del lugar. Veintitrés cuadras lo separaban de su casa. Tomó la vieja cicla y pedaleó sin afán. Sabía que la policía haría lo suyo. Estaba preparado para la entrega. Llegó a su casa, tomó el maletín en una mano, con lo necesario para estos casos, y esperó sentado en su mecedora dispuesta sobre el andén.
     Hace siete años, dos meses y un día, espera que lleguen a arrestarlo.





El secreto de René
Jaime Fernández Molano
René estaba pálido. Su rostro dibujaba la angustia que significa llevar por dentro una historia truculenta sin contar. Con su mirada, me invitó a ganar el umbral de la puerta de su negocio. Entré.
Con sumo cuidado levantó un trapo con el que cubría su secreto. Y con este, su historia.
      –Hace más de seis meses el tipo me debe el dinero –señaló René, como justificándose. Y como el hombre es carnicero, ni forma de reclamarle en su lugar de trabajo.
     Así que René buscó la forma de ubicarlo en otro lugar, con la suerte de que esa mañana se lo encontró de sopetón en el momento en que parqueaba su moto.
     –Al fin qué. ¿Me va a pagar la plata o no?, le gritó René, a lo que el carnicero –en un tono desesperado– le respondió: –miré, hermano, si tuviera esa plata ya se la habría pagado hace rato para que no me joda más. Y sin más palabras, sacó de su cintura un revólver…
…Pero ahí está lo insólito: lo cogió del cañón y se lo ofreció a René, diciéndole: –Tenga, hermano, máteme si quiere, pero no tengo cómo pagarle.
     René tomó el revólver, apretó la cacha entre su mano derecha, giró el dedo índice sobre el gatillo. Luego, mientras  bajaba el cañón, le dijo: –Cuando me pague, le devuelvo el revólver. Y se llevó el arma.
     Bajo el trapo me muestra el arma, y con ella su secreto.

El Aleph - en Libro andamio

Sembradores de ojos
Jaime Fernández Molano

En el umbral de la puerta abierta de su casa, José recibe –como un ventarrón– la voz fuerte y acentuada de un innegable tono paisa que le dice: –¡Eh, ave María hombre!, que casa tan linda, qué televisor, qué equipo, qué muebles y en qué peligro de robo se encuentran. Para ello hemos traído la solución (saca de una caja de cartón uno de cientos de ojos mágicos que carga allí).

Mientras tanto, un segundo paisa –sin mediar palabra– saca un taladro, le abre un hueco a la puerta y le instala uno de los ojos mágicos que han traído.
José, estupefacto, sólo atina a balbucear –noo hoombre, no haga… eso. Pero ya es tarde. El ojo mágico queda instalado.
El primer paisa sale hacia la calle, mientras el otro cierra la puerta con José adentro y lo invita a ver a través del ojo: –mire, mire y verá.
El primero hace carantoñas desde afuera y dice: –¿me ve, hombre, me ve? –Claro que sí –responde el otro.
–No vale sino 100 mil pesitos, pero usted nos ha caído muy bien, así que vale solo $80 mil.
–No tengo sino veinte mil, dice José. Toman el dinero y se marchan.
Al otro día, José averigua en la ferretería que ese ojo vale solo mil pesos… pero ya es tarde. El pueblo ha quedado inundado de ojos mágicos de 30, 40 y hasta 80 mil pesos, que han pagado por ver instalados en unas puertas que siempre están abiertas, porque allí nunca ha pasado nada.
Siembra de ojitos, con sabor a magia paisa, que a esta hora se estará haciendo en otro pueblo de incautos.



Limas (Serrentis)

La lima de Adriana
Jaime Fernández Molano

     Adriana sintió de repente un leve apretón del vecino de viaje en el apretujado bus urbano.

En principio no sospechó de ese hombre bien vestido y perfumado, pero luego reaccionó y se pudo percatar que el dinero que llevaba en la cartera había desaparecido. Se aterrorizó.
Fue entonces cuando decidió de manera inmediata tomar una medida drástica, pues ese dinero era para pagar dos meses atrasados de arriendo. El asunto era de vida o muerte.
No lo dudó un segundo. Sacó del bolso su única arma: una lima metálica para las uñas. La apretó con toda su fuerza contra un costado del hombre y le dijo con furia: –entrégueme el dinero ya, ¡pero ya, desgraciado!, a lo cual el hombre estremecido por la sorpresa sacó el fajo de billetes de su bolsillo y se lo entregó.
Inmediatamente Adriana alcanzó la puerta y salió despedida del bus. Miró hacia todos lados y corrió, corrió con locura. Logró llegar luego al banco para consignar el dinero y se percató que había mucho más del que le habían hurtado. Pensó: ‘el tipo ya había robado a más personas’.
Regresó a su casa y sobrevino la sorpresa: el dinero del arriendo reposaba olvidado sobre la mesa de noche.
Ya nada podía hacer para remediar el asunto. Desde entonces, la imagen del rostro atónito de aquel hombre en el bus, no deja de perseguirla.

jueves, 14 de julio de 2011

Triunfo Arciniegas / El jardín del unicornio


Fotografìa de Gabriele Rigon
 Triunfo Arciniegas
EL JARDÍN DEL UNICORNIO

Sin lugar a dudas, mi mujer es un animal peligroso. Los  amigos me festejan la frase: la toman en broma. Todos mis años haciendo lo que me venía en gana y ahora, desde hace tres, lo que le viene en gana a ella. Aunque en casa se hace su soberana voluntad, sé qué no vive contenta. Terminará por largarse, cerrando nuestro dulce calvario. No importa qué haga para conservarla porque de  todos modos terminará amontonando las muñecas en la vieja maleta de su madre y una tarde de éstas encontraré la carta de tibios garabatos debajo de la almohada.  Temo su ausencia, temo que la casa vacía me aplaste, y cada vez que abro la puerta y la veo, sorprendido, experimento cierta felicidad. Aplacar su deseo es la única manera de arrancarle un poco de ternura; gime, llora, grita como una loca y me deja la espal­da en carne viva. Por eso digo que es un animal peligroso. Grita barbaridades de camionero, se dice que es mi perra y me persigue la oreja con furia vangoghiana. Definitivamente es un animal peligroso. No soporta los retrasos, para empezar, aunque nunca aparezca cuando la espero en un parque, sin paraguas y muerto de hambre; siempre perdemos el comienzo de las películas y siempre llegamos cuando ya no nos esperan. Me descuida pero no suelta la cuerda. Reclama con minuciosidad el itinerario de mis días y sus preguntas tramposas pretenden hacerme caer. No voy muy lejos, no me da tiempo de nada. Conoce todos los teléfonos para cerciorarse de mi paradero. Si chasquea los dedos aparezco batiendo la cola y lamo su mano. Le soy fiel por comodidad o, como dicen los amigos, por instinto de conservación. Por otra parte, debo admitirlo, no caen muchas con esta cara de burro y el arte de la seducción es el arte de la palabra, el sosiego y la magia, del acecho y el zarpazo, de detalles, de calculadas esperas, del cielo no cae ninguna, amores fáciles sólo en las películas. Ojalá las mujeres me persiguieran como lo hacen en su imaginación: como mosca vuelo de orgía en orgía. Ni raja ni presta el hacha, quiero decir, ni me mantiene ni deja que encuentre quien me mantenga, ni hacha ni presta la raja, dirían mis amigos. De todos modos, venía diciendo que no soporta que llegue tarde y debo inventar disculpas cada vez más ingeniosas o verdades a medias o verdades enteras que generalmente no acepta. Cuanto más grande es la mentira más difícil de susten­tar, y sostener, claro, aunque es ésta precisamente la que deja los mejores resultados por el momento. Habla poco pero siempre me asombra su terquedad para desmigajar mis argumentos. Esta vez, debido al cansancio, prefiero la verdad: me entretuve negociando un unicornio. Ofrecí hasta ciento cincuenta pesos pero no bajaron de doscientos cincuenta. No me pareció caro pero tampoco andaba muy deseoso de un unicornio, sólo quería darle la sorpresa al ángel de mis tormentos. De pronto una sorpresa funciona. La otra noche, para disculpar la borrachera, aparecí con un precioso gatito negro de diez pesos en el bolsillo: fue maravilloso mientras el gato nos acompañó. Porque luego, mientras le explicaba que el día menos pensado lo veríamos otra vez junto al plato de leche, que estos animales son unos vagabundos desagradecidos por naturaleza, me estrellé contra el muro de silencio y tedio: una fuerza ciega y peligrosa que me envuelve y me acorrala como un huracán. Cuando se pone así le molesta hasta mi manera de caminar, de masticar, de peinarme, no puedo cantar en el baño o arrastrar la silla al sentarme. Entro a otra estación en el infierno, la mujer se cierra día y noche, en cuerpo y alma. En pocas palabras, se vuelve insoportable. Después del gato, fracasé con el canario, también con el par de loritos y la ardilla que arruinó los muebles: a todos encontró defectos y a todos descuidó hasta tal punto que me vi en la necesidad de remitírselos a distintos vecinos antes de que su propia mano los pasara por la silla eléctrica. El cine, el restaurante y el vino sólo me dan una noche de tregua, y el bolsillo no alcanza para tantas treguas. Quiere una cosa, quiere otra, al rato no la quiere, la detesta; como el vestido verde que vimos a las tres de la mañana, un poco borrachos y felices. Me suplicó, me prometió esto y lo otro, me juró y al amanecer la sabiduría de su lengua me convenció. La desnudez es un arma invencible. Amorosa, ansiosa y entregada, la mujer es el remedio de toda desgracia. Por la tarde la desperté con el paquete en la mano, balanceando el dolor del precio con la intensidad del gozo: ya no se acordaba. Aunque las piernas se le veían muy bonitas y el trasero se le redondeaba con delicia, no usó más de dos veces ese vestido verde. Así es. Me exige  que le traiga el unicornio para creerme, y cuando exige, por Dios que sí, exige en serio: un índice erguido señala la puerta. Encuentro la tienda cerrada. Por fortuna, el dueño vive cerca y se compadece al verme mojado de lluvia y muerto de hastío: doscientos pesos. Hablamos de caprichos bajo su paraguas, nos estrechamos la mano como viejos amigos, que vuelva cuando quiera, los conejos son más baratos. Es un hermoso unicornio de quinientos pesos que no le teme a la lluvia, delicado, tan manso que dan ganas de soltarle la cuerda. Entramos al bar de Osiris mientras pasa la lluvia. Un borracho melancólico se queda mirándonos: "Sólo le falta un clavel en la oreja", dice. Al fondo, junto al viejo que lee el periódico con la pipa en la boca y el hilo de saliva en la quijada, un hombre maduro murmura cosas al oído de una muchacha que se muerde los labios y dirige con el dedo una autopista de cerveza sobre el vidrio, del vaso rebosante de espuma al pocillo humeante; el dedo se confabula con otro para tomar uno a uno los cubitos de azúcar y soltarlos en el humo; su otra mano envuelve la quijada y acaricia el rostro con lentitud. "O una corbata amarilla", dice el borracho. Los cabellos de la muchacha se desgajan al rostro y el cuerpo del hombre se retuerce en el territorio de los cuchillos. Osiris dibuja una cabeza de caballo, tomo el lápiz y le agrego un cuerno largo y fino, retorcido como un tornillo, casi entre las cejas, para regocijo de Osiris, quien me sonríe y pestañea como una vaca, imaginándolo entre las piernas. Pronto rechazo una oferta de cuatrocientos pesos, ni por quinientos lo daría, el aguardiente me abriga el cuerpo, el mundo gira. Una negra de teticas de golondrina se vuelve loca por el unicornio pero debo negárselo. Me gustan esos pantalones ajedrezados, qué daría por un jaque mate, el trasero, una obra maestra que bambolea con gracia, me gusta toda: la imagino de alambre dulce para los retorcimientos. Esa mano, envolviendo como una seda el cuerno pulimentado, me alborota la lujuria y es preciso volver a casa antes de caer en la tentación. Las uñas pintadas destrozan las gotas de lluvia que no resbalan del pelaje. Para colmo, ten piedad de mí, Señor, la negra me invita a conocer las fotografías de unicornios que adornan su alcoba. Le digo que a ningún hombre le gustan las fotografías de unicornios en la alcoba y se retuerce, se recoge y se lame, feliz e insinuante, casi se arranca los botones: me pregunto qué cosa me unté esta mañana. El hombre maduro se levanta y se abotona el saco, deja un billete nuevo junto a la cerveza sin terminar. Su tierna amiga sacude la cabeza para acomodar los cabellos y se levanta mientras el hombre retira la silla. Los imagino retorcidos y anudados, no tengo remedio. "Bonito animal", comenta el hombre, casi tocándolo, y desde la puerta corre cubriéndose la cabeza con un brazo. Una araña desparramada sobre el hombre, un hombre corre bajo la araña. La muchacha se recoge los cabellos en un ligero moño. Toca al animal, para darse suerte tal vez, y se decide. De prisa alcanza la puerta, se detiene para volver a mirarnos y nos dice adiós con la mano. Atraviesa la calle y encuentra al hombre en la esquina. Se muerden la boca bajo la lluvia, el hombre la abraza y desaparecen. Conservo la imagen de la muchacha: suéter gris sobre la blusa blanca, falda negra sin abertura a lo largo de los muslos, zapatos de tacón bajo y medias gruesas casi hasta las rodillas, como si todavía fuese a la escuela. Sentada a la orilla de una cama limpia, cerca de aquí, se sacará las medias salpicadas y surgirán los pies rosados. Después de secarle la cabeza, el hombre llevará sus besos desordenados hasta los peces tibios, contará los dedos, beberá una y otra vez la luz de las piernas en el altar de la adoración. Ella, en agonía, lo llamará y lo devorará. Osiris recoge el billete, el vaso y el pocillo y pasea en círculos el trapo rojo por el vidrio de la mesa. El viejo no despega los ojos del periódico ni la pipa de la boca, el borracho melancólico cabecea y se recorre con dedos torpes los labios gruesos y babosos. Ay, dos tetas tiran más que dos carretas, golondrina de mis veranos, desamparada en este mundo necesitado de sus maromas: alambre dulce que se retuerce en la magia del sudor. Ay, negra, riega sal en la herida. Mis imaginaciones son limitadas pero básicas: la saliva del delirio, la sabiduría de la lengua que abre las puertas del cielo, la miel y el sudor, soy un hombre débil. Le cambiaría el animal por unas caricias, pero quién podrá con mi mujer. La negra habla del horóscopo en mi hombro, como un viento suave, no puedo concentrarme, no entiendo, es Virgo y soy Cáncer, males que van juntos. La chica del afiche que me fascina y alguna vez negociaré con Osiris, tendida en la playa, una pierna estirada y otra en ángulo, el índice en la boca como un helado o como otra cosa que quiere probar, parece burlarse, reprocharme la estupidez. Porque mi mujer es un animal peligroso y sobre todo porque tengo que regresar. Y cuanto más tarde, peor, pienso, ante la persistencia de la lluvia, y el unicornio y yo nos echamos a la calle: se nos hace noche. Brinca de gozo, como un perrito, pero la cuerda es fuerte. Luce tan manso y sagrado como una oveja. Un clavel, dijo el borracho. Y una cinta alrededor del cuello. De pronto, cuando las cosas suceden más de prisa que en el pensamiento, pasa la lluvia y los niños ensayan barcos de papel en los riachuelos de la calle, mi mujer abre la puerta y corre a secar el unicornio con nuestra toalla y al instante le ofrece café. Los unicornios no toman café. Le sugiero que lo amarremos en el jardín porque, al fin y al cabo, para eso son los unicornios, para amarrarlos en el jardín, y me replica que el pobrecito se ensopará. No, qué tontería, les fascina la lluvia, todo el mundo lo sabe. No es más que un unicornio de jardín, no me explico el alboroto: todo lo demás es puro cuento. Al fin y al cabo, rezongando, acepta. Pero durante la noche, sin atarse la bata, a cada rato y sin permitirme ahondar en el sueño, va a la ventana y desde el éxtasis contempla al animal. Me habla de sus ojos de luna, se despierta con sus ojos de luna a las nueve de la mañana de este domingo inútil. El vecindario se alborota con el rumor del unicornio, qué bello, qué rosado, já, porque todo el mundo estaba harto de unicornios negros y deshilachados. Todo el mundo comenta cuánta falta le hacía el unicornio al jardín, hasta la señora del canario y el viejo de los loritos se acercan y, tonto y trasnochado, pienso que sí, cómo no, cuánta falta, señores. Se me quitan las ganas de pintar la cocina, de hojear el periódico, de escribirle a Vanessa. Qué despelote, loca se vuelve mi mujer con el unicornio, quién lo creyera, que una foto así, que otra así, no seas malo mijito, lindo domingo de fotógrafo. Tan loca que hasta se olvida de insistir que vuelva temprano, hasta no le importa que pierda unos minutos en el bar de Osiris, donde los amigos comentan que mi mujer no es un animal tan peligroso y piden raspadura de cuerno de unicornio para sus juegos eróticos y baba azul en un frasquito para la impotencia de un amigo que tengo y no conoces, y que no se te olvide, insisten hasta el aburrimiento, en ayunas, insisten felices, como si no supieran que durante el celo a los unicornios la baba se les oscurece a un morado de entrepierna, y el cuerno, amigos míos, se endurece como ya lo quisieran algunos a cierta hora, nadie raspa una cosa así, les discuto pero no aceptan, se ríen, me festejan las frases. Paso más tiempo con ellos, mis disparatados amigos, porque a la loca que tengo en casa ya no le importa que me emborrache y entremos a la casa cantando y me acueste con los zapatos puestos. Siempre está descalza ahora, sin brasier por toda la casa, una vieja camisa mía le sirve de vestido. Será dulce y sumisa conmigo si permito el unicornio dentro de la casa, en la alcoba luego, se ve tan desamparado el pobre en el jardín, fíjate que no le quedan hojas ni mucho menos flores, se nos va a morir. Con el tiempo, tan mansa ella, con tanta delicadeza sugiere que me quede en la sala, en el blando y delicioso sofá, y me parece bien porque no soporto la presencia del unicornio, los mansos ojos fijos en la carne. Pero dejémonos de pendejadas, las caricias terminaron con la traída del maldito animal. De pronto no le importa que venga a dormir, que no venga, que nadie saque la basura los martes y que las prendas se desparramen por todos los sitios imaginables de la casa. Los cuadros sin horizontalidad, la llave siempre abierta, la luz del baño encendida. Los trastos sin lavar, las pantuflas en ninguna parte, sin pañuelos ni medias limpios. La cama destendida, la sábana sucia y regada en el piso, entre flores mordisqueadas que nunca traje, colillas. Antes no fumaba. Antes sólo fumaba cuando bebíamos y a veces después del amor. Permanece tan distraída y distante que ya no existo para ella, a toda hora me manda de paseo. La negra muestra más interés por mí que por el tema de los unicornios y descubro las maravillas del ajedrez alrededor de su ombligo  mientras, soñolienta y plena, colmada de vida en el abandono de la casa, la mujer del unicornio sigue preparándome el desayuno. Se estira y bosteza en una confusión de pelos. "Me siento deliciosamente cansada", sonríe, huele y lame la yema de sus dedos. Sin pensarlo le digo que puedo desayunar en cualquier parte y acepta, soy un tesoro y recibo la lluvia de besos. El almuerzo no es muy bueno. Todavía está soñolienta, en bata o desnuda, oliendo a unicornio a esa hora y con los labios morados. Sólo en las noches se ve despierta y deseosa de charlar. Habla mucho mientras se baña. La escucho en las pausas del agua. Botellas vacías en el rincón de la cocina, migajas de pan en el mantel, ceniceros repletos sin comentarios de parte mía. Soy una visita agradable y discreta que retira una carta de Vanessa y los recibos por cancelar: evito la visión de su cuerpo enjabonado, que aún me hiere, le recuerdo la toalla cuando aparece mojada y sin bata, le cubro los hombros, soy una persona respetuosa. Enciende el cigarro y en su boca de pajarito sin pintar el humo es una perfección. El otro día soñé que en un potrero de tréboles mi mujer vomitaba nubes que luego la cubrían, en forma de caballo, para su escandaloso regocijo: Mujer preñada de nube, bonito título para una pintura. Oh, sí, me siento cansada, sonríe feliz y lejana, desbaratada. Hasta conseguí a alguien para enviar el mercado cada semana, hasta le ofrecí para el aseo una muchacha que rechaza porque mañana echará una limpiadita y dejé de comer del todo en esta casa, alguna vez café, nada más, gracias, un poco de azúcar, gracias. Y además, siete o nueve días atrás, saqué los libros, las fotografías y la cámara, las pinturas y los lápices, las cartas de Vanessa. Casi no la veo. La imagino en la ventana, lavada por la luz de la luna del jardín arrasado por el animal, tocándose el rostro, la mirada perdida y la maliciosa sonrisa que no se le desprende, como una Gioconda de plaza, la plenitud y el éxtasis conjugados, la imagino y me basta. O abrazándose mientras contempla la lluvia en el jardín. Casi nunca veo al unicornio. Su lengua es larga y morada y por debajo de la mesa lame los muslos de la mujer que, sonriente y dichosa, lo envía al dormitorio. Entonces me despido. Otra noche vuelvo y nadie abre la puerta, entro, sólo risas en la alcoba, me retiro con pasos de ladrón. En el jardín, mientras orino, contemplo la desolación: tallos  quebrados, flores desmigajadas, tierra revuelta y excremento de unicornio. Antes tapaba como los gatos. Me resulta difícil creer en la omnipresencia de Dios, al menos en este jardín inundado por el olor del unicornio. En toda la casa se respira este olor agrio y dulce que embriaga y adormece. Sacudo del miembro las últimas gotas. Estoy vacío, hasta del rencor y la vergüenza. Cierro la bragueta y recuerdo que antes, cuando ella era mi novia, iba a la esquina de su casa y orinaba, como un perro, borracho y coronado de polillas, alrededor del poste del alumbrado público. La espuma me hacía reír. Aún soy un perro, un perro triste que marca un territorio perdido, un perro en el jardín del unicornio. Podría decir que como este jardín desolado es mi vida pero no lo siento así. Orino un territorio ajeno y nada más. Dejo que el mundo pase con tal que me dejen vivir. Casi nadie ve al unicornio ahora pero todo el mundo opina que luce más bello. Por mi parte, cada vez que observo a la mujer mientras toma el café, los ojos cerrados con toda dulzura, un pie desnudo balanceándose, y el muslo que, apoyado en el otro, abre mi antigua bata hasta la herida, o cada vez que la recuerdo tomando el café con los ojos cerrados, extasiada por las caricias de una lengua morada, reconozco que está mucho más bella, más rosada, mansa como una oveja.            

martes, 28 de junio de 2011

Francisco Piratoba / Tres poemas inéditos

Francisco Piratoba
En Villavicencio, año 1986
(Foto: Constantino Castelblanco)

Declaración juramentada

Peco por omisión
Por adición
Por adicción
Por sustracción
Pecado total y bendito
Que me permite conocer
La belleza del mal
Sus columnas sosteniendo el peso
De las bibliotecas babélicas que
El poder ha escondido

Peco en todos los cardinales
Matemáticos / descartes del mal
Bello mal de noche estrellada
Y luna roja
De vendimia
De aquelarre

Menos mal
El mal es infinito.


Francisco Piratoba (1999)


Francisco Piratoba
(Foto: Constantino Castelblanco)

Una carta

Quise imitarte Frank Kafka
Y escribirle una carta a mi padre
Pero él comenzó a declinar
Por la enfermedad de la
Que es un enorme cansancio
Que derrumba el cuerpo
Y el inicio
De una mirada de niño triste;
Me contuve Frank Kafka
Lancé tu libro/ al cuarto de los chécheres inútiles,
Abracé a mi padre
Convertido en niño
Yo en padre
De mi padre – niño
Murió en mi ausencia Frank Kafka
Yo
Había ido al comercio central
A comprar papel
Para dirigirte esta carta.


Francisco Piratoba (1997)


Francisco Piratoba con Jaime Fernández Molano
En Medellín, febrero de 1997

Calle de las puñaladas (Gramalote)


Ingredientes para renacer la calle de las puñaladas de Gramalote:

Ciento sesenta kilos repartidos en dos hombres corpulentos.
Odio, tempestad con relámpagos guardados en los signos de los gritos.
Una catira, con el amor desmadejado en dos universos
Un cuatro, capachos, bandola con sus respectivos ejecutores.
Dos verseadores que canten cómo, los contrincantes se cosen a puñaladas.
Temperatura 30° a fuego lento, en la sombra de la ceiba.
Por último dos dagas de acero que, ensangrentadas, expliquen la inauguración de la calle.
Modo de preparar la historia: cada cual llevará la porción de verso que más disfrute.


Francisco Piratoba (Mayo de 1998)
_______________________________________________________
Francisco Piratoba
Poeta, narrador, teatrero y trotamundo profesional. De padre boyacense y madre quindiana, nació en Bogotá el 6 de diciembre de 1958. Su obra y su vida estuvieron rodeadas de poesía por los cuatro puntos cardinales de su alma. Fue cofundador del grupo de teatro El Grupo en el año 1976, y del Cine Club Villavicencio, en 1977. En 1981 fue cofundador del grupo cultural Entreletras; posteriormente fue miembro del consejo editorial y director del Fondo Editorial del mismo nombre. Se destacó como gestor en el medio cultural del Meta y de La Guajira.
Dictó talleres de teatro y de literatura para niños y jóvenes en diferentes regiones del país.
Sus textos fueron publicados en diversas revistas y periódicos de los llanos y de la región Caribe.
El 21 de febrero de 2003 fue asesinado, junto con un hermano, en Maicao, La Guajira, producto de una equivocación fatal de las fuerzas oscuras de este país.
Dejó dos hijos, Francisco Javier y Andrés, y más de dos mil textos inéditos, entre poemas, cuentos, ensayos y canciones, escritos en cuadernos, servilletas, reversos de etiquetas de cerveza y otros papeles sueltos, que le sirvieron de cómplices de su inigualable talento literario.
Entreletras, en la celebración de los 30 años de vida institucional, prepara la publicación de una antología de su obra poética.

jueves, 26 de mayo de 2011

Rafael Courtoisie / Persistencia del débil

Rafael Courtoisie - Foto: larepublica.com.uy

Nací en Esparta hace casi tres mil años. Viví exactamente treinta minutos desde que salí del vientre de mi madre, que también se avergonzó por haber engendrado un hijo tan débil.

El cirujano que me examinó y la partera coincidieron en el mismo juicio: yo no era digno de ser un ciudadano de Esparta. Mi complexión menuda, mis huesos quebradizos, las arrugas de mi piel que al nacer parecían las de un viejo, con arborescencias de pequeñas venas rotas en el dorso de las manos minúsculas, y una transparencia no humana de piel de pescado, de delgada membrana de renacuajo, contribuían al grotesco espectáculo. Nací débil.


Hasta mi madre se avergonzó de mí cuando me vio: "Yo fui hecha para parir hombres, no ranas".
Viví poco más de media hora. Treinta minutos escasos, que transcurrieron entre las gruesas y ásperas palmas de las manos de quienes me examinaron con desprecio porque no era apto para pertenecer a su casta de guerreros.


Pasé esos minutos, mi ración escueta de vida sobre la Tierra, en medio de llantos y voces destempladas. El médico designado por los ancianos para decidir sobre las aptitudes de los que nacían, me tuvo apenas segundos entre sus gruesos dedos que me parecieron leñosos, cubiertos de callos de corteza y extremadamente duros, sin una gota de savia. En vano busqué el seno de mi madre, que me rechazó desde el primer hasta el último momento.


Mis hermanos, mis compañeros de generación, nacieron fuertes y musculosos, con huesos duros y flexibles que resistirían las caídas y los golpes con la parte plana de la espada. Ellos, y sólo ellos, nacieron dignos de llevar el escudo con el dibujo de la abeja.


Sus musculosos torsos, sus piernas gruesas y ágiles hace ya muchos siglos se pudrieron bajo el peso del olvido. Sus brazos poderosos, sus terribles glándulas, desaparecieron. Yo morí enseguida, a la media hora de nacer. No llegué a conocer la luz del día, puesto que nací de madrugada y antes de que el sol despuntara fui lanzado al barranco de los niños débiles, al abismo de los inútiles y los faltos de temple, a la ciudad fantasma de los miserables inocentes de Esparta, que no merecieron oportunidad sobre la Tierra.


Yo hubiera querido escribir un largo poema. Un poema duro como las rocas que golpearon contra mi cara de recién nacido, en Esparta. Un poema con filos de silicio y uñas de piedra que se metiera en las carnes, que quebrara el destino como se quebraba la caliza cenicienta de mis huesos endebles como esponjas, el temporal inestable de mi cuerpo.


Yo no tuve cimientos, ni fui construido para durar. Antes del amanecer del primer día de mi vida yacía en el fondo de un barranco y era el almuerzo insípido de las arañas, una ración más con bracitos y piernas en el comedero de los cuervos.


Ni mi padre, cuyo escudo guerrero hace ya mucho tiempo que ha desaparecido bajo el océano de los días, vio mi cara delgada que salía del vientre de mi madre y se hundía en la vida sólo por un momento. Mi padre musculoso, flexible como un junco, glorioso de una gloria caduca, puesto que ya hace siglos nadie recuerda su nombre, no se dignó a verme.


Yo no fui. No tuve nombre. Tengo los nombres de los lanzados en aquel barranco de Esparta. Mi único nombre es el del rescoldo, no el del incendio. No queda nada de mí más que lo poco que pude ser: minutos bajo la sombra de la noche. Por eso he venido. Por eso tengo este espacio breve de papel en el que volver en la mano de otro que me escribe.


Yo he durado. Mis hermanos, los fuertes, se pudrieron hace mucho y el artificio de su tórax prevenido, de su guardia feroz no alienta nada. Han sido.


Yo soy. Muerto en Esparta hace casi tres mil años, con un soplo de vida. Vuelvo en este papel y en este idioma extraño porque yo, el débil, no conocí idioma alguno. Nonato para el sonido articulado y para el amor de las mujeres. Sólo conocí la madurez del grito ronco en la reprobación, el temprano gruñido del aborrecimiento en la mueca de las bocas, no el beso. La mano me escribe y soy ahora.


Hay un río incesante hecho de los cadáveres de los poderosos, el río de los fuertes que caen a cada momento, las caliginosas aguas de los que quieren vencer.


Yo estoy en las tierras altas, lejos de esas orillas. Y permanezco.
__________________________________________________

Esta pieza fue publicada en la antología Cuentos de Hispanoamérica en el siglo XX en 1997.


Rafael Courtoisie (Montevideo, 1958)
Foto: blog.pucp.edu.pe


Poeta, narrador y ensayista, la crítica ha indicado su obra como ejemplo del abandono de los moldes estilísticos tradicionales y como testimonio de una época de fragmentaciones y discursos superpuestos.
    Courtoisie acompaña los códigos estéticos de inicio de siglo, exhibiendo una habilidad vertiginosa para moverse en varios registros y valerse de toda la simbología occidental, tensándola y resignificándola.
    Algunos críticos han observado su permanente intromisión en los terrenos reservados al conocimiento científico, violentando la precisión del lenguaje de la ciencia a favor de la plasticidad de la palabra poética.
    Según Octavio Paz (Premio Nobel de Literatura): "Se destaca en la obra de Courtoisie la gran precisión y a la vez una sorprendente libertad en el manejo del lenguaje".
    Parte de su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano y portugués.
    Es uno de los escritores uruguayos de mayor reconocimiento internacional. Ha sido Profesor invitado en Florida State University (Estados Unidos), Birmingham University (Gran Bretaña), entre otras. Profesor de Narrativa y Guión Cinematográfico en la Universidad Católica del Uruguay y en la Escuela de Cine del Uruguay. Ha sido Profesor de Literatura Iberoamericana en el Centro de Formación de Profesores del Uruguay. Dirige un seminario-taller de Estudios Culturales y un taller de Escritura Creativa.
    Es autor de tres novelas, de varios volúmenes de relatos y de más de una decena de títulos de poesía.
Las novelas Tajos (Sfregi) y Caras Extrañas (Facce Sconosciute) publicadas en Italia.
La adaptación teatral de Tajos fue estrenada en Buenos Aires en 2002 y en Santiago de Chile en 2005.
Editorial Planeta ha reeditado su libro de cuentos Cadáveres Exquisitos (Buenos Aires, 2005)
    Ha recibido numerosos premios nacionales e internacionales, entre los que podrían señalarse:
Premio de Poesía del Ministerio de Cultura por Trobar clus, Montevideo, Uruguay, 1987
Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe-Visor por Estado Sólido, Madrid, 1995
Premio Internacional de Poesía "Plural", por Textura, México, 1991
Premio Bartolomé Hidalgo en el Género Narrativa (Premio de la Crítica correspondiente al bienio 1994-1996)
Premio de Narrativa del Ministerio de Cultura, por Vida de perro, 1998
Nominado al Premio Internacional Rómulo Gallegos por Vida de perro, Venezuela, 1999.
Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines, por Música para sordos, México, 2002
Premio Internacional de Poesía Blas de Otero, Madrid 2003.

viernes, 22 de abril de 2011

Julio Daniel Chaparro / Dos poemas inéditos


Julio Daniel Chaparro en recital
Parque Los Centauros, Villavicencio
Foto: Constantino Castelblanco

Cadáver

“Tengo el atrevimiento de morirme”.
(A mi jardín)
Emily Dickinson.

1.

ya nada les asombra                  ni la rabia
ni la mano que de súbito retira la profunda rosa de una boca

2.

ni siquiera la altura del arroz
ni el grito de la hierba que florece
o el niño que delira porque halló la vida en una grieta.
la lluvia es natural            mas la soportan
y por ella apagan el crujir de los cabellos
y no fingen            se detienen           y no lloran

3.

están así      estragados     duros      negros
ellos no cantan       no susurran           son como robles
y hasta una espiga los derrota

4.

pero aunque nada les asombre
quisiera soñar lo exacto de sus sueños
resumir todo su hedor, lo oscuro de su herida
cantar así, morir cantando
soltarme la corteza contra un árbol.


Julio Daniel Chaparro


Julio Daniel con su esposa Piedad 
y su hijo Daniel Alberto,
 en su casa del Parque Infantil.
Villavicencio, 1985.
Foto: Constantino Castelblanco


Mi padre en sueños

me quedará su sol
su permanente caminar en las vigilias,
su tambaleo.
mi padre duerme ahora
y es bello como un niño
soportando la carga de sus sueños
bajo los pomarrosos.
desde mi orilla yo lo alcanzo a ver
restregando contra su pecho los retratos,
y recuerdo que un día deambulamos inocentes
reconociendo el país de sus deseos
donde vivirán, decía, sólo los felices.
yo lloré contra su pierna entonces
y oculté mi miedo entre sus manos.

pero por él fue mi juramento
la decisión de mi alborozado paso.
lo admiro ahora, mi padre
detenido en otra esquina
bajo una nube que como la muerte
permanece.
me sé su anhelo:
me dejará su soleada maravilla
el sabor de sus alcoholes, sus lamentos.
mi padre sumergido en sueños.
la tarde enturbiada de repente.
la lluvia en gris anunciando su próximo abandono.
pero él no será ya nunca como el aire
no podrá huir de entre mis dedos
no saldrá de la geografía de mi cuerpo,
de este poema.

el viento me golpea bruscamente.
anochece.
mi padre sigue en mí, invicto,
sigue sonriendo…

Julio 6 de 1987

Julio Daniel Chaparro


___________________________________________________

Julio Daniel Chaparro. Poeta y periodista colombiano asesinado a sus 29 años de edad en la Calle de la Reina de Segovia, Antioquia, la noche del 24 de abril de 1991.
Nació el 14 de abril de 1962, en Sogamoso, Boyacá. Desde temprana edad vivió en Villavicencio, Meta. Libros publicados: …Y éramos como soles (poesía), Editorial Entreletras, 1986; País para mis ojos (poesía), 1987; Árbol ávido (poesía), Editorial Entreletras, 1991; Papaíto país (crónicas), Reporteros sin fronteras, 1992. Fue cofundador de Oriente la revista y coordinador de la revista cultural Entreletras. Realizó estudios de Lingüística y literatura en la Universidad de La Sabana. Fue asesinado mientras cumplía un trabajo periodístico de investigación para el diario El Espectador, del cual era cronista y reportero. A veinte años de su muerte, se teme que su crimen quede –como tantos en este país– en la impunidad.